No podía llorar y todo se quedaba dentro. El agua le llegaba
hasta el cuello. Mucho peso sobre sus hombros. Soledad, Silencio. Nunca había
estado tan rodeada de gente y tan sola al mismo tiempo. Había olvidado su
nombre. “cariño”, “mami”, “nena” por cualquiera de estos apelativos respondía.
Su identificación oficial había desaparecido su nombre, desde hace más de una
década se le conocía como “señora D”
Era parte del mobiliario de la casa, siempre estaba ahí para
atender la puerta, contestar el teléfono, salir de emergencia y tener lista la
comida. El perro necesitaba alguien que lo alimentara. También los peces. Había
que estar al pendiente de los recibos y pagarlos. Había que estar en el
festival escolar. La ropa debía estar
lista y planchada y doblada y guardada en los cajones y colgada en los ganchos.
La loza en el trastero, en las alacenas las latas y las pastas antes de ser
preparadas… El horno caliente. Las hornillas prendidas, el caldero burbujeando …
Ni el sol, ni la lluvia, ni la enfermedad, ni el dolor o el
ruido o el montón de basura en el cesto podían esperar. Los baños, el jardín,
la cochera, el auto, la aspiradora, el botón que se desprendió, el mensajero
con un paquete, el reloj con el cambio de horario… Todo urgente y preciso. Cada
cambio de estación, cada temporada , cada ciclo escolar, cada período.
Poco a poco fue desapareciendo, primero fue su alegría
juvenil, el brillo de sus ojos y su sonrisa. lenta y disimuladamente. El color de su piel, fue
palideciendo paulatinamente hasta convertirse en un camuflaje. El volumen de su
voz se apagó hasta casi ser imperceptible. Después fue su cabello, que nunca había sido abundante o muy sedoso,
se fue haciendo escaso y seco, inmanejable, corto y sin color. Ya no había la
mínima huella de su figura, antes lozana y firme. Su contorno se había hecho
difuso, borroso, fácilmente confundible con el entorno, el color de sus ropas
antes múltiple y llamativo se había trasformado en tonos ocres, oscuros,
cobrizos, negro o casi nunca blanco, como una fotografía que va perdiendo su
color cuando se expone largo tiempo a la luz..
Estaba desapareciendo lenta y silenciosamente sin que nadie
la echara en falta. Porque paradógicamente siempre estaba ahí. Incondicional,
en silencio, obediente, sumisa y paciente. De vez en cuando algún pájaro
entraba en la jaula y revoloteaba y
revolvía todo como si quisiera despertar lo que se había dormido, pero solo
lograba revolverlo todo. Sus alas agitadas levantaban el polvo con el que había
cubierto sus sueños, para olvidar que estaban ahí. Pero había que dejarlo ir,
después de todos los pájaros no están hechos para vivir dentro de una jaula.
Luego, parecía que había caído cada vez en un sueño más profundo. Ni una
parvada entera podía ya despertarla de la pesadez que habitaba en ella.
Puntualmente llegó la cita que estaba esperando desde hacía mucho tiempo. Un frasco de pastillas fue el remedio para tal
enfermedad.
Una sombra, un eco que espiaba detrás de las paredes y
escuchaba los pasos de quienes alguna vez supieron de su existencia. Ni el
cesto de ropa, ni la pila de hojas secas, ni el montón de correspondencia la
echaron en falta. Deambulaba por los pasillos, lejana, flotando entre lo que
una vez consideró suyo, escuchando a lo lejos voces que llamaban un nombre, que
trataba de recordar pero no conocía.
Allá lejos, miraba a todos con caras largas.
Vestidos negros. Buscando no se qué. Llamando a alguien. El teléfono sonaba una
y otra vez y no había nadie para responderlo. La bandeja de entrada estaba
saturada. Abrazos y besos y caricias y palabras de aliento flotaban entre los
presentes. Todo va a estar bien. Lo superarán. Ella está en un mejor lugar. Y
era cierto.
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